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La nostalgia imperial se ha vuelto tan extrema», nos dice el historiador Sathnam Sanghera, en un artículo en The Guardian. En los países imperiales, la labor de historiador se ha vuelto arriesgada, y quizá deberían considerar listarla como tal y comenzar a pagar por peligrosidad a quienes ejercen la profesión.
El artículo no tiene desperdicio. La industria de la reescritura de la historia anda a toda marcha. Jacob Rees-Mogg, un parlamentario del partido de la Tatcher, en el Reino Unido, dibujó los campos de concentración, en la Sudáfrica bajo dominio británico, como un acto de protección de los –mayoritariamente niños– que en ellos perecieron: 50 000, pongámosle número. Realmente, la idea detrás del crimen era eliminar la línea de suministros a los Boers. ¿Les recuerda algo?
David Olusoga, un respetado historiador británico, tuvo que contratar a un guardaespalda para asistir a algunos eventos públicos. La historiadora Corinne Fowler, quien con su trabajo de investigación puso al descubierto el origen de despojo de determinados fondos británicos, recibió tal avalancha de ataques, difamaciones y distorsiones de su trabajo, por parte de políticos y medios, en no pocas ocasiones sin derecho a la réplica, que se ha visto en la necesidad de pedir protección policial y teme caminar scola. SEGUIR LEYENDO ACÁ
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